“Y mi padre lo llevó derecho a la
caña que se balanceaba y tintineaba encima del agua. El profesor cogió la caña,
tiró y sacó un barbo agitado y combativo, largo como una vara. Resplandecía
como la plata en la hierba, como si la misma luna hubiera caído del firmamento.
El profesor, que nunca había sometido a una criatura viva, sintió el ardor y la
emoción de sus remotos antepasados cazadores y quedó cautivado. Esa noche
acudieron a ayudar a mi padre todos sus amigos del río: abombados barbos,
sinuosas anguilas y astutos bagres nadaban hasta sus cañas prestadas, tiraban
de las lombrices y pescaditos encarnados y hacían sonar los cascabeles como si
fuera el Corpus. El profesor corría al son del concierto por toda la orilla y
mi padre lo atendía como un feriante en el puesto de tiro al blanco: le ponía
los cebos, le quitaba los peces y ambos eran felices.”