Todas esas estrellas del deporte
mundial que admiramos hasta la extenuación, a las que adoramos con fervor
incontenido. Todos esos atletas que brillan con luz propia allá en lo más alto
del Olimpo de la fama. Todos ellos, sin excepción, también fueron niños alguna
vez.
Hay deportistas de élite que
nacen con un don particular para transcender en su especialidad –chavales sin
recursos que empezaron pateando una pelota de trapo, correteando con los pies
descalzos en un suburbio de extrarradio- seguro que os viene algún nombre a la
cabeza. Otros alcanzan el éxito con dedicación, mucho esfuerzo personal, y el
aprendizaje que van adquiriendo a lo largo de la vida. Mientras que algunos acaban
encumbrándose en el podio de su existencia pagando un precio demasiado alto,
Agassi fue uno de ellos.
El padre le jodió la infancia y
la juventud al pequeño Andre con un sólo propósito: hacer de su vástago el
número 1 del mundo. El tipo no era tan diferente de esos padres que vemos en
los recintos deportivos una matinal de domingo (papá soplando cervezas en el
bar y compitiendo en exabruptos con el resto de congéneres, mamá escupiendo
pipas en la grada con la mirada hundida en el teléfono móvil). Por poner un
ejemplo: ¿Os habéis fijado alguna vez en el progenitor de los hermanos Márquez
desgañitándose en boxes para que sus
retoños crucen la línea de meta en primera posición? Sinceramente, asquea.
En Open, Andre Agassi
escribe sus memorias a corazón abierto, un striptease vital tan genuino como
sobrecogedor. Un tour de force de
alta precisión relatado con una profunda honestidad. Una lectura durísima –a
cinco sets- que no os dejará indiferentes ante el tema que hoy tratamos en esta
crítica dominical. Imposible hacer otra introducción que no derive en el ace directo que supone recomendarla a
todos esos padres que tratan a sus hijos como máquinas programadas para ganar.
Independientemente de si os gusta el tenis, o no, esta lectura os hará
reflexionar sobre el peaje que pagareis por destrozar la futura personalidad de
vuestros retoños: los monstruos no nacen, se hacen.
“Soy un hombre joven,
relativamente joven. Tengo treinta y seis años. Pero despierto como si tuviera
noventa y seis. Después de tres decenios corriendo a toda velocidad y
deteniéndome en seco, saltando muy alto y aterrizando con fuerza, mi cuerpo ya
no me parece mi cuerpo, sobre todo por las mañanas. Como consecuencia de ello,
mi mente no me parece mi mente. Desde que abro los ojos, soy un desconocido
para mí mismo, y aunque, como digo, no sea nada nuevo, por las mañanas la
sensación resulta más pronunciada. Repaso brevemente los hechos básicos: me
llamo Andre Agassi. Mi mujer se llama Stefanie Graf. Tenemos dos hijos, un niño
y una niña, de cinco y tres años. Vivimos en Las Vegas, Nevada, pero
actualmente estoy instalado en una suite del hotel Four Seassons de Nueva York,
porque participo en el Open de Estados Unidos. Mi último Open en América. De
hecho, se trata del último torneo en el que voy a participar en toda mi
carrera. Juego al tenis para ganarme la vida, aunque odio el tenis, lo detesto
con una oscura y secreta pasión, y siempre lo he detestado
¡Dejad a los niños crecer y
desarrollarse en libertad! ¡Dejad de fusilarlos con vuestra impotencia
reprimida! Permitid que disfruten del deporte a su manera. Que se abracen cuando ganen, que aprendan a
lamerse las heridas cuando pierdan, que crezcan a su manera. Unos alcanzarán el
Olimpo de los dioses deportivos, otros se perderán en el infierno del anonimato,
pero todo ese proceso debería ser natural y espontáneo… como la vida misma.
Pensad, para finalizar, en
aquella maravillosa escena de “MatchPoint” – Woody Allen (2005). La pelotita rebotando en la cinta de la red
sin saber de qué lado caerá. La diosa fortuna siempre es caprichosa, confiad en
ella y aceptad sus designios. Ganar o perder depende de ello, es cierto, pero
la felicidad de vuestros hijos tiene mucho que ver con la educación que seáis
capaces de transmitirles. Si lo hacéis bien, es muy posible que el punto de
partido acabe cayendo de vuestro lado.