“… Ahora estudiaban en el mismo instituto y, algunas veces, caminaban
juntos hasta casa, porque vivían en el mismo barrio, que, sin embargo, era
completamente diferente de aquel en el que habían pasado su infancia. Tenían
dieciséis años, ella era un poco más alta que él e incomparablemente más
bonita. Nunca dio muestras de reconocer en el adolescente delgado y negruzco al
muchachito de aquella quinta sumergida. Habían trabado amistad porque se
prestaban libros de poesía de la biblioteca del barrio, que llevaba el nombre
de un escritor olvidado. En los descansos ente clase y clase, cuando sus
compañeros hablaban de música o de fútbol, Víctor se sentaba al borde de las
pistas de salto de longitud con un libro de poemas en las manos y leía hasta
que volvía a ser la hora de entrar en clase. Ingrid se sentó un día a su lado y
se pusieron a leer juntos. Después leyeron juntos en el parque y algunas veces
en casa de ella, una casa llena de porcelana y de tías. Que la chica más bonita
del instituto permitiese a un compañero más bien descolorido y enclenque que la
llevase a casa era para todo el mundo (y sobre todo para Víctor) un gran
enigma. Una tarde, cuando Ingrid le estaba contando los últimos chismes de la
clase, Víctor empezó a doblar, pensando en otras cosas, una hoja de papel
cubierta de garabatos que había encontrado en casa de ella. La chica dejó de
hablar para seguir con la vista los dedos que plegaban el papel en diagonal,
doblaban los bordes, alisaban la superficie, con la destreza de un chamán o de
un insecto. << ¿Estás haciendo un avión? >>, preguntó, pero después
de unos cuantos pliegues más era evidente que la estructura complicada del
papel, con ángulos simétricos y múltiples, era algo completamente diferente,
algo casi vivo, como un feto modelado con folículos embrionarios apilados.
<< ¿Qué es eso? >>, siguió preguntando Ingrid mirando el bultito
que ahora Víctor sostenía por dos esquinas que parecían dos patas. Él sonrió e,
hinchando las mejillas, sopló con fuerza por un orificio en la cabecita afilada
del extraño pelele, que, al hincharse, formó una cara de demonio emborronada de
tinta, con las crines aguzadas y una boca sarcástica de la que pendía una
lengua como una hoja de navaja. Ingrid se echó de espaldas sobre la cama en la
que estaba sentada, llorando de risa, con todo el cuerpo estremecido por una
alegría loca. A partir de aquel momento, el muchacho le hacía cada día un
diablillo de papel que, cuando se paraban, de camino hacia casa, en la
habitación de ella o incluso en el cine, hinchaba bruscamente, delante de su
cara, lo que provocaba en ella cada vez la misma diversión. Eran diablillos de
todos los tamaños, desde los más insignificantes que apenas se veían, hasta
diablos como una cabeza de niño, con una melena insolente del tamaño de un cuchillo
de cocina. En cada hoja de papel, con cuidado de que lo escrito quedase en el
interior cuando hinchara la figura, Víctor escribía con caligrafía meticulosa:
<< Te quiero, Ingrid >>…”
Por qué nos gustan las mujeres
Mircea Cărtărescu