“Ahora ya era casi completamente de noche. Una niebla ligera
aureolaba el paisaje. Del extremo de las ramas y de los aleros, donde se habían
acumulado a la espera de una víctima, caían gotas heladas. Los transeúntes se
apresuraban, con la nariz inclinada hacia el pecho, como avergonzados. De hecho
en trecho, pisándoles terreno a las farolas, un bar proyectaba a todo lo ancho
de la acera una zona luminosa, cálida de olor a alcohol y música de pianola.
Con la pipa en el pico y las manos hundidas en los bolsillos
de la abrigada pelliza, experimentaba una extraña sensación voluptuosa –junto
con un amago de mal sabor de boca- al pisar con mis pies, cómodamente calzados
con zapatos resistentes a la lluvia y de suela gruesa, aquel asfalto por el que
tanto había arrastrado la miseria en alpargatas.”