“Pacificada
Galilea, es decir, totalmente arrasada, llega la hora de ocuparse de Jerusalén,
foco de la insurrección. Vespasiano descubre que este nido de avispas grisáceo,
adosado a una colina escarpada, está de hecho muy bien defendido. No importa:
se tomarán su tiempo. Dejarán que los rebeldes se maten entre ellos, y mala
suerte para sus rehenes, habitantes y peregrinos. Vespasiano ha hecho bien sus
cálculos: se matan entre ellos. Todo lo que se sabe de los tres años que duró
el asedio lo sabemos por Josefo, que lo siguió desde el campamento de
Vespasiano pero recogió testimonios de prisioneros y desertores. Estos
testimonios son aterradores, de una manera que, por desgracia, nos resulta
conocida. Jefes guerreros rivales, al mando de milicias que aterrorizan a los
desdichados que simplemente tratan de sobrevivir. Hambrunas, madres que pierden
la razón después de haberse comido a sus hijos. Fugitivos que antes de partir
se tragan todo su dinero confiando en cagarlo cuando lleguen a un lugar seguro,
y los soldados romanos, avisados de este hecho, adquieren la costumbre de
destripar a los que apresan en las barreras para registrarles las entrañas.
Bosques de cruces en las colinas. Cuerpos desnudos de los ajusticiados que se
descomponen bajo el sol de plomo. Pollas cercenadas con buen humor, porque la
circuncisión siempre ha divertido al legionario. Jaurías de perros y chacales
se sacian con los cadáveres, y esto no es nada, dice Josefo, comparado con lo
que sucede detrás de las murallas de la ciudad, que él describe como una bestia
enloquecida por el hambre y que se alimenta de su propia carne.”
El
Reino
Emmanuel
Carrère