“Cierro los ojos y puedo ver a
los gatos alborotarse con los primeros disparos y al viajero que intenta arañar
el viento a zarpazos antes de caer abatido. También puedo ver su cuerpo aletear
en el suelo del muelle igual que un jurel recién pescado. Antes de abrir los
ojos a otras vidas, del cielo de su boca brotó una ensalada de sangre y de
blasfemia. Después hubo un silencio; un silencio violento que duró siglos y un
silencio que no logró profanar el gemido del ferry, ni los grititos histéricos de las extranjeras que llegaban en
camionetas de colores, empolvadas de polen de Ketama y con el bikini mojado y
las bocas pringosas. Tampoco lo pude romper yo, de eso que empieza a
preocuparte cómo va a sonar tu voz en cuanto abras la boca. Pero antes de que
lleguen los reporteros y la Guardia Civil como pajaritos a su ración de
lombrices, voy a contar como sucedió todo. Y aunque el forense escribiese que
la muerte del viajero se debió a un tercer disparo que perforó la sección total
de la carótida derecha, yo sé a ciencia cierta que los balazos mortales de
necesidad fueron en la piel de la memoria. Pero no vayamos tan lejos.”