Coloco en el suelo su última
fotografía impresa, esa que publicaron los diarios, sesudos y estrafalarios,
donde luce el vestido violeta que sólo se puso aquella vez, la noche en que me
abandonó. Recuerdo el frufrú de la seda cuando caminaba bajo la tenue lluvia de
madrugada. Rezaba mentalmente para que no apareciese un taxi perdido y quebrase
aquella magia noctámbula y templada de un septiembre que prometía ser presagio de
plenitud. Rememoro aquella gala en que finalmente supieron premiar su oscuro
talento y los focos coloreados pigmentaron el brillo de su porvenir: “Ha nacido
una nueva estrella de las letras”, ladraron a destiempo los plúmbeos miembros
del jurado. Hace un lustro de todo aquello, y ella acaba de alumbrar su tercera
novela. Justo ahora acabo de devorar su legajo, nuestra tercera criatura, todas
ellas con título de posteridad.
En una suerte de ruleta rusa,
triplicando las posibilidades de acierto, introduzco tres balas en la recámara
del revólver, pólvora de paridad, e invoco a la diosa fortuna haciendo girar el
tambor de mi inmunda existencia con redoble prolongado. Levanto la mano
izquierda, le robo un haz de luz al maltrecho flexo del escritorio -el mismo
donde todavía hoy corrijo, invento otrora intento realzar sus escritos- e
ilumino aquella instantánea, que yace radiante sobre la alfombra. Apunto hacia
mi sien derecha sin cerrar los ojos, presiono el gatillo… y el clic del
percutor tan sólo alcanza a congelar una lágrima. Un pensamiento intrascendente
me arranca media sonrisa: tampoco esta vez el estruendo sonoro de la detonación
despertará al gordo asqueroso que habita el apartamento de arriba.
Enciendo un cigarrillo y me sirvo
un whisky doble. Pienso que es muy probable que su próxima creación tenga, por
fin, visos de inmortalidad. Nuestra cuarta obra compartida invocará un cuarto
proyectil con fecha de inminente caducidad, pronto seremos estruendo de la
mañana.