Ignacio
se fugó de una celda de (des)amor.
Le anunciaron la fecha de la boda con seis meses de
antelación que pasaron como el suspiro de una exhalación. Los padres de
Iluminada, su prometida, insistieron en encargarse de la parte más peliaguda
del enlace, la de los preparativos nupciales: fijar la fecha para el verano, en
fiestas del pueblo —el de ellos—, tratar y contratar al cura regional, encargar
y aforar el convite e invitar a todos aquellos familiares y amiguetes perdidos
en el túnel del tiempo. Habían conseguido colocar a la nena, la última de la
prole de tres hermanas, justo la que amenazaba con joderles la jubilación. El
acontecimiento, protocolo de seguridad vírica incluido, merecía una celebración
por todo lo alto.
El futuro yerno, aunque muy en el fondo, les parecía una
buena persona. Oficiaba de vividor y se beneficiaba a la benjamina pero, les
gustara o no, era la primera y única elección al respecto de su emancipación
que había hecho su hija en sus cuarenta y cuatro años de existencia. Ese era el
designio del todopoderoso: o el tal Ignacio o vestir de castidad al mismísimo
San Pancracio.
Iluminada contaba los días que faltaban para el casorio como
quién cuenta velas en un pastel de aniversario que se derrite por las costuras.
Del futuro domicilio conyugal, también avalado por sus progenitores, ya había
escogido el lugar preponderante que ocuparía el televisor, lo demás ya se iría
andando por las ramas de la convivencia. No hay más cera que la que arde y la
que resta ya quemaría en las brasas de la rutina conyugal.
A Ignacio le (des)agradaban sus suegros, sus cuñados y
cuñadas, le sobraban los sobrinos… Buscavidas cincuentón sin familia ni
amistades conocidas, siempre fue un tipo solitario e introvertido. Debía tomar
una determinación inminente, del semestre solo restaban media docena de lunas,
e Iluminada, reflexionó y se autoafirmó, ya no le provocaba el chispazo
necesario para la combustión vital.
Tomó asiento en la terraza de un bar del barrio —el suyo— y
pidió una cerveza. Mentalmente estudió sus cartas ante la jugada que
próximamente le depararía la vida y descartó la bandejita de cacahuetes salados
que esta le ofrecía. Vació el zumo de cebada en un par de tragos y se pidió una
segunda oportunidad. Decidido. Sin más dilación, desenfundó el móvil y disparó
al número de su prometida.
—Iluminada… he visto la luz y no quiero quemarme.
—¿Quemarte? ¿Te encuentras bien, Ignacio?
—No quiero casarme.
—¡Ignacio!
—Ignífugo.
Treinta y ocho segundos duró la despedida. Fuego para hoy,
hambre para mañana, pensó mientras colgaba y eructaba a la vez. Eso es el
desamor, sí señor.
Texto publicado en La Charca Literaria – AQUÍ