Gotas de orina en los pantalones de
Vivaldi.
Llora el gotero de
suero fisiológico, lágrimas de sal que vas contando a modo de ovejitas para
ahuyentar al lobo del insomnio, una a una, como te explicaron que hacía la
abuela Aurora, enredándose, con las cuentas del rosario.
Tumbado en tu cama de
hospital, te dejas mecer por la acompasada cadencia del proceso de transfusión,
líquido brebaje que pronto será plasma colorado, piensas, mientras ves
reflejado tu rostro en ese otro negro plasmado en la triste pantalla de
televisión que cuelga en el centro de la habitación. Único protagonista
principal retorciendo el rostro en una mueca de grotesco aburrimiento.
La enfermera de los
ojitos bohemios hace acto de presencia, sonríe mientras comprueba de una ojeada
que todo está en orden. Termómetro, tensiómetro… vital y constante rutina.
Ahora pincharemos un dedo, el que tú quieras, para mesurar el nivel de
glucemia: una gota de sangre que le hablará de ti. El termostato enclaustrado
de este receptáculo marca 21º engañando al crudo frío del enero exterior. Una
perla resbala del collar de su fino cuello y se pierde escote abajo, camino
hacia el mar de tu pérfida perdición: una gota de sudor a cambio de un guarismo
de dulzor.
Otro día más. Girando
el cuello hacia la derecha puedes apreciar como rompe el alba contra la ventana
y su espuma rosada empaña el cristal con pétalos de escarcha. Tímidas gotas de
lluvia dibujan espurias constelaciones en el vidrio. Pronto serás libre luz de
un nuevo día, libélula de madrugada.
Sangre, sudor,
lágrimas… e invierno.
Texto publicado en La
Charca Literaria - AQUÍ