—Quiero cantarle, madre Hécate —susurró
Helena. El viento se levantó a su alrededor, el polvo se arremolinó en la
encrucijada. Hubo un fogonazo y al borde del camino aparecieron flores
nocturnas, plateadas, como estrellas caídas.
—No es posible que recuerdes las canciones —dijo Hécate. Su voz sonaba llena de pena.
—Recuerdo una melodía muy breve…
Y Helena susurró, durante segundos, un fragmento de canción extraña y desdichada, gentil, que hizo temblar el fuego de la antorcha y despertó animales en la lejanía, que aullaron con reconocimiento y nostalgia. De pronto hacía frío, un frío húmedo de algas. Hécate sonrió y Helena sintió por primera vez que alguien la quería, ese sentimiento del que hablaban los humanos.
—No es posible que recuerdes las canciones —dijo Hécate. Su voz sonaba llena de pena.
—Recuerdo una melodía muy breve…
Y Helena susurró, durante segundos, un fragmento de canción extraña y desdichada, gentil, que hizo temblar el fuego de la antorcha y despertó animales en la lejanía, que aullaron con reconocimiento y nostalgia. De pronto hacía frío, un frío húmedo de algas. Hécate sonrió y Helena sintió por primera vez que alguien la quería, ese sentimiento del que hablaban los humanos.