“De pequeños, siempre que nos
daba por ahí, nos íbamos corriendo por los pasillos, con nuestras mochilas, ocultándonos
de los otros niños, de los profesores y del conserje. Salíamos al patio del
colegio y saltábamos las vallas para irnos a hacer el tonto a la estación de
tren del pueblo. La estación estaba semiabandonada, con el techo hundido, las
maderas de los ventanales podridas y las paredes a punto de caerse a pedazos.
Nunca paraban los trenes ni solía haber nadie, así que era el sitio perfecto
para escondernos. Era, sin duda, el lugar del mundo donde éramos más libres y
felices. Aprovechábamos esas horas en las que nos escapábamos de la escuela
como si el mundo fuera a dejar de existir. Las vivíamos con la más absoluta
intensidad. O jugábamos al fútbol con bolas de papel de aluminio y latas de
refresco, o nos poníamos a romper botellas con las piedras de balasto, o
veíamos pasar los trenes con las espaldas pegadas a los muros de contención y a
medio metro de las vías, o fumábamos cigarrillos mientras el Liendres nos
contaba algún chiste o imitaba a alguno de nuestros profesores.
Casi siempre nos encontrábamos a mi vecino Fernandito. Fernandito era un tipo fantástico. O al menos para nosotros. Para todos los demás no era más que un yonqui, un mentiroso y un mangante. Yo le tenía muchísimo cariño, fue él quien empezó a llamarme Jony. Nos encantaba encontrarnos con él, echarnos unas risas juntos, que nos hablase de discos heavies o de tebeos. Nunca nos decía nada cuando sacábamos los cigarrillos y a nosotros no nos importaba que hablase por los codos. Siempre nos estaba contando historias que nos encantaba escuchar. Había algunas que no nos contaba nunca. Como por ejemplo, que todos los días tenía que ir a pillar heroína al polígono. Que a veces iba andando, haciendo autostop o en bicicleta, hasta que su madre le sacó un bonobús para que pudiera ir a drogarse y no se quedase tirado en la ciudad.”
Casi siempre nos encontrábamos a mi vecino Fernandito. Fernandito era un tipo fantástico. O al menos para nosotros. Para todos los demás no era más que un yonqui, un mentiroso y un mangante. Yo le tenía muchísimo cariño, fue él quien empezó a llamarme Jony. Nos encantaba encontrarnos con él, echarnos unas risas juntos, que nos hablase de discos heavies o de tebeos. Nunca nos decía nada cuando sacábamos los cigarrillos y a nosotros no nos importaba que hablase por los codos. Siempre nos estaba contando historias que nos encantaba escuchar. Había algunas que no nos contaba nunca. Como por ejemplo, que todos los días tenía que ir a pillar heroína al polígono. Que a veces iba andando, haciendo autostop o en bicicleta, hasta que su madre le sacó un bonobús para que pudiera ir a drogarse y no se quedase tirado en la ciudad.”
Fernandito mató a Camarón