“Desde los veinte años, Franz Polzer era empleado de Banca.
Todos los días, a las ocho menos cuarto de la mañana, salía hacia el despacho,
nunca un minuto antes ni un minuto después. Cuando doblaba la esquina de su
calle, el reloj de la torre daba tres campanadas.
En todo el tiempo que llevaba trabajando, Franz Polzer nunca
cambió de empleo ni de domicilio. Se instaló en aquella casa cuando dejó los
estudios y empezó a trabajar. La dueña era viuda y tenía aproximadamente su
misma edad. Cuando él alquiló la habitación, ella llevaba luto por su marido,
que había muerto menos de un año antes.
En sus muchos años de empleado, Franz Polzer nunca había
estado en la calle a media mañana más que el domingo. Él no sabía lo que era la
media mañana del día laborable, la hora en que las tiendas están abiertas y hay
animación en la calle. Ni un solo día había faltado a su trabajo.
Las calles que él recorría por las mañanas tenían el mismo
aspecto todos los días. Los cierres de las tiendas estaban echados. Los
dependientes estaban en la puerta, esperando al dueño. Franz Polzer se cruzaba
con las mismas personas todos los días: colegiales, dependientas ajadas,
hombres de cara hosca que iban rápidamente a la oficina. Él se mezclaba con
ellos, los transeúntes de aquella hora del día, presuroso, indiferente e inadvertido,
uno más.”