“La de Gilgo no era la playa más bonita de Long Island, ni
la más retirada, pero supuse que aquellos hombres no se planteaban siquiera ir
a alguna otra –ni siquiera a una cercana en la que las mujeres hacían top-less- , porque Gilgo era la única
playa de Long Island con licencia para vender bebidas alcohólicas. Licores
fuertes ahí mismo a pie de arena. El bar
Gilgo no era más que un chamizo infecto de suelo grasiento, con una hilera
interminable de botellas polvorientas, pero los hombres franquearon la puerta
como quien entra en el Waldorf. Sentían un respeto profundo, sólido, por los
bares, por todos los bares, y por el
decoro de los bares. Lo primero que hicieron fue invitar a una ronda a la casa:
tres pescadores viejos y una mujer de piel curtida y labio leporino. A
continuación pidieron una ronda para ellos. Con los primeros sorbos de cerveza
fría y bloody mary, los hombres empezaron a comportarse de otra manera. Sus
extremidades parecían más sueltas, y su risa más alegre. El chiringuito se
tambaleaba con sus risotadas, y yo veía que sus resacas se alzaban de sus
cuerpos como la niebla de la mañana se levanta del mar. Yo también me reía,
aunque no entendiera el chiste. No importaba. Ellos tampoco lo entendían. El
chiste era la vida.”