“Por lo general, es en verano cuando Iowa alcanza lo que yo
llamaría su verdadero esplendor: ese aire que huele a húmedo por la tierra
revuelta, el maíz que crece día a día junto a la carretera y se aleja
rápidamente hacia el horizonte alternando con los campos de soja, más azules.
Yo asociaba esa época del año con los momentos más felices de mi infancia, el
ritual de despacharnos a Edison y a mí a visitar a nuestros abuelos paternos,
con los que pasábamos un largo mes. (Los meses de julio en Iowa se me habían
quedado tan grabados, que mi primera experiencia invernal en ese estado fue un
shock. Antes de mudarme aquí, imaginaba el Medio Oeste como un lugar en el que
siempre hacía calor y todo estaba verde y en flor.) Los recuerdos que mi
hermano tenía de esos veranos no eran tan bucólicos como los míos, y cuando
creció, empezó a quedarse en Los Ángeles, donde frecuentaba compulsivamente los
clubs de jazz y practicaba el piano. Pero a mí me encantaba echar una mano a
los abuelos en la granja. Como desde muy pequeña disfruté del trabajo físico,
me hacía muy feliz dar de comer a los pocos cerdos que tenían, y también
quitaba la suciedad del granero y cosechaba las judías verdes bajo un sol de
justicia.”