“La caza de las luciérnagas no tenía nada del esplendor de
una excursión para contemplar los cerezos en flor. Tenebrosa, soñadora, quizá
-¿quién lo podía decir?- . Quizá algo del mundo de la infancia, con el mundo de
un cuento de hadas en ella. Algo que no se podía pintar, pero sí musicar, cuyo
tono podía ser interpretado al piano o al koto. Y mientras yacía con los ojos
cerrados, las luciérnagas abajo, a lo largo del río, durante toda la noche,
lanzaban sus destellos, silenciosas, innumerables. Sachiko sintió en su
interior una oleada, como si se uniera con ellas, remontándose y descendiendo
hasta la superficie del agua, cortando su propia e incierta estela de luz.”