«Por primera vez desde el día de
la mudanza, hacía ya dos meses, llovió. Habíamos tenido chubascos pasajeros y
algo de niebla, pero hacía mucho que no llovía bien, desde por la mañana hasta
por la noche. Llevábamos semanas de mucho calor y si no habíamos tenido sequía
debió ser porque cayó una cantidad extraordinaria de agua aquel día, o quizá
porque los ríos y los embalses ya estaban lo suficientemente llenos. Dejé
abierta la única ventana por donde no entraba la lluvia, cerré todas las demás
y corrí las cortinas. Desde la ventana que daba al oeste, en el piso de arriba,
advertí la presencia del abuelo. Estaba de pie en medio del jardín, envuelto en
un impermeable. Me quedé observándolo un rato, y de pronto me quedé pasmada:
estaba regando».