“Francis Violet McKisco estaba
trabajando, furibundamente, lo que parecían cientos
de cigarrillos humeando a su alrededor, en aquel quién sabe si embrión de
novela o mero relato, en aquella cosa protagonizada por su pareja de detectives
y aquella admiradora desaparecida,
cuando el teléfono (¡RIIIIIIIIIING!)
había vuelto a sonar. Visiblemente molesto por la interrupción, el escritor,
había descolgado y, antes siquiera de escuchar quién había al otro lado, y
suponiendo que debía tratarse de alguna otra voz insultantemente absurda,
anónimamente ridícula, decidida a lanzarle el titular de un nuevo descubrimiento, o puede que del mismo
descubrimiento, pues era habitual que toda aquella gente, aquella gente que se dedicaba a llamar, no se
coordinase de ninguna manera, todos ellos, en realidad, se dedicaban,
simplemente, a llamar, llamaban a todo
el mundo durante horas, a veces, durante días,
hasta que todo el mundo no sólo estaba al corriente de lo que había ocurrido
sino que estaba harto de lo que había ocurrido, el escritor había, nada
amablemente, espetado (¿PUEDEN DEJARME EN PAZ?) (¡ESTOY TRABAJANDO!) (¿ACASO
CREEN QUE LOS ESCRITORES NO TRABAJAMOS?) (¿DE DÓNDE CREEN QUE SALEN NUESTROS
LIBROS, EH?) (¿DE UNA PEQUEÑA FÁBICA DE LIBROS?) (¿CREEN QUE NUESTROS LIBROS
LOS FABRICAN DUENDES?) (OoooH, ESO CREE, ¿VERDAD?) (¡MALDITO SEA!) (¿SABE QUÉ?)
(¡VÁYASE AL INFIERNO!), y a continuación, había colgado. Rezongando,
súbitamente alicaído, descentrado, el
escritor había intentado volver a la página, todos aquellos cigarrillos
humeando a su alrededor, la bufanda firmemente ceñida a su cuello, había
intentado reconectar con lo que fuese
que había estado pasando allí dentro,
pero entonces, (OH, ¡MALDITA SEA!), el teléfono había vuelto a (¡RIIIIIIIIIING!) sonar.”