“Plaza del Pumarejo, julio de 1982. Desde bien temprano Luis Molina
vendía heroína en su esquina adjudicada del Pumarejo. Era Luis camello
mañanero, madrugador, como suelen ser todos los yonquis del mundo. Desde bien
temprano, como hoy, que ya sale el sol y amanece inquietante por callejones y
tapias un día entre gris y dorado. En el filo de la otra esquina apoya su
angulosa espalda Rafael el Gamba y caen trozos de pintura y cal de los
desconchones de la pared. Alrededor del Gamba, de lo que es su zona de
influencia, los días más que pasar se desmoronan. No demasiado lejos,
acuclillado al amparo de las tapias de la calle Macasta, Pedrito Molina observa
y cavila. Pedrito no ignora que hay cierta y desagradable inquina entre el
Gamba y sus hermanos. Sobre todo la cosa va con su hermano mayor, Luis. Quizás
porque ellos —el Gamba y Luis— fueron los primeros camellos que traficaron con
heroína en el Pumarejo, cosa que les otorga un cierto prestigio, pero también
una no desdeñable rivalidad. Y luego está lo de la Mari, la dueña del Amparito.
Luis adora a esa gachí y no soporta que el Gamba la utilice, la engañe, coño,
si parece su chulo, si le saca todo el parné que quiere, por no hablar de la
droga. Mala compañía, mal socio, mal cómplice se ha buscado la pequeña Mari
aliándose con un ser tan temible como ciertamente es Rafael el Gamba. Hasta
Pedrito, a sus trece años, intuye que Rafael el Gamba es un hombre perverso.
Pero a Pedrito no le asusta la perversidad. Está acostumbrado a ella, la huele,
la reconoce a leguas, la ve venir.”