“De niños, ayudábamos a don
Isidoro a plantar árboles alrededor del jardín. Don Isidoro abría el hoyo con
una piocha y luego se hacía a un lado y nos dejaba a nosotros meter el retoño
de árbol y volver a llenar el hoyo con tierra negra. Recuerdo que plantamos un
eucalipto en la entrada, una hilera de cipreses en el lindero con el terreno
vecino, un pequeño matilisguate en la orilla del lago. Recuerdo que, antes de
llenar cada hoyo con tierra, don Isidoro nos decía que debíamos acercar nuestra
cabeza y susurrar en el hoyo una palabra de ánimo, una palabra bonita, una
palabra que ayudara a ese árbol a echar bien sus raíces y crecer (mi hermano,
invariablemente, susurraba adiós). Esa palabra, nos decía don Isidoro, quedaría
ahí para siempre, sepultada en la tierra negra.”