“Aquella mañana de diciembre
la playa de Sant Sebastià estaba igual que uno la puede encontrar en cualquier
mañana gris de invierno. Una tierra de nadie de arena ictérica, salpicada de
preservativos y latas vacías de cerveza. Gente con rastas durmiendo sus
borracheras mientras otra gente con rastas hurgaba entre sus fardos en busca de
algo que robar. El Mediterráneo desafiaba la mayoría de las ideas establecidas
sobre el aspecto que debería tener un mar. Sin vigor para empujar sus olitas
exiguas, yacía impúdico como un yonqui en un portal, indiferente a la porquería
que cubría su epidermis. La Torre Vela al sur y las Torres Mapfre al norte,
reforzaban la impresión de estar en los confines de una urbe distópica del
Tercer Mundo de finales del Antropoceno. De hecho, me pregunto hasta qué punto
mi memoria ha elegido este escenario por su atmósfera apocalíptica.
Recuerdo que Bronwyn caminaba por la arena con determinación. Llevaba unos leotardos llenos de agujeros, una minifalda roñosa y una chaqueta con estampado de leopardo. Al menos creo que eran manchas de leopardo, aunque algunas parecían más bien quemaduras de cigarrillos. La brisa le removía el pelo grasiento.”
Recuerdo que Bronwyn caminaba por la arena con determinación. Llevaba unos leotardos llenos de agujeros, una minifalda roñosa y una chaqueta con estampado de leopardo. Al menos creo que eran manchas de leopardo, aunque algunas parecían más bien quemaduras de cigarrillos. La brisa le removía el pelo grasiento.”