“Esa noche, en su minúscula
habitación de la casa de huéspedes, Pete no pudo dormir ni mucho ni bien.
Sueños poco profundos y llenos de imágenes extrañas. No pesadillas, sueños
extraños; en realidad ni siquiera sueños, más bien fogonazos, y no de gente,
sino de espesas sombras deslizantes, habitaciones vacías y botellas
destaponadas sin nada dentro. Casi toda la noche en vela, mirando el macuto que
seguía en el mismo rincón donde lo había dejado el día que llegó a la ciudad,
junto a la diminuta cómoda en la que solo había un peine. Llevaba sin abrirlo
desde que se licenció. Todas sus pertenencias, incluyendo su ropa, seguían
metidas en aquel macuto. ¿Para qué deshacerlo antes de dar con un lugar
permanente? Aquella pensión solo era un apeadero momentáneo, una pausa en su
vida. ¿Por qué cojones le había mentido a la chica con lo de la universidad? No
había ningún motivo. Cuatro putos días y le sobró tiempo para acabar hasta los
mismísimos huevos de la Universidad de Florida. Allí todo le recordaba
demasiado al Cuerpo de Marines. Gente diciéndote todo el rato dónde ir y cuándo
y cuánto tiempo tenías que quedarte allí una vez llegases. Fue superior a sus
fuerzas. Pero sobre todo, lo que lo convirtió en una carga insoportable fue que
le obligasen a compartir habitación en la residencia de estudiantes con
aquellos tres condenados chavales judíos de Miami Beach. Uno de ellos no paraba
de tirarse pedos. Así que decidió no deshacer su macuto y, una mañana, al salir
del cuarto para ir a clase de lengua, se lo echó al hombro y se dirigió a la
estación Greyhound de autobuses. Claro que todo en esta vida era temporal, momentáneo.
Salvo la muerte.”