“Con cuarenta y cinco años, Willis
McDaniel era todavía un hombre fornido de espaldas anchas, en torno a un metro
ochenta de altura y unos noventa kilos de peso. A su edad, lo único que
desentonaba en un físico casi perfecto eran sus hombros caídos, defecto que
había adquirido por cargar con pesados cubos de basura a la espalda cuando era
veinte años más joven y cumplía condena en la prisión estatal. Tenía el rostro
curtido, envejecido prematuramente, endurecido y cincelado con tosquedad por
los años que había pasado en la cárcel y por los peligros y preocupaciones de
su actual profesión; ni siquiera el diamante en forma de estrella que un
dentista le había implantado en un incisivo lograba darle una apariencia más
vivaz. Desde su salida de prisión convertido en pequeño camello, McDaniel había
subido metódicamente la escalera del negocio de la droga, devorando a sus
competidores de un modo tan despiadado que en las calles se hizo leyenda.
Ahora, amo de una zona de la ciudad, ocupaba con cierta inquietud el trono, el
único trono al que un negro puede aspirar.”