
Mil
novecientos cuarenta y algo, ¿Qué más da el tiempo y el espacio? Podría ser en
la época de los faraones egipcios o en el Londres olímpico del año que llama a
la puerta. Orán era entonces una prefectura francesa en la costa argelina, una
ciudad como cualquier otra de las que han existido a lo largo de la historia o
de las que actualmente se erigen en cualquier país del globo bucólico o
bubónico. Un emplazamiento geográfico particular, bonito por determinados
aspectos o en su defecto un lugar reconocidamente feo y tranquilo como aquí se
da a entender, y donde cantidades más o menos mayores de seres humanos se
agrupan en sociedad e intentan construir un futuro digno de ser vivido.
Una novela en principio abierta a todo ser
humano que sea capaz de vencer sus propios miedos internos y afrontar cualquier
adversidad que le depare su destino personal, aunque esto puede resultar un
engaño fatal para el lector desprevenido que se aventura en uno de los clásicos
de la literatura del Siglo XX sin el suficiente bagaje vital como para soportar
el discurrir de la novela una vez has traspasado las puertas amuralladas de la
ciudad (que en un sentido metafórico sería la brevísima overtura del libro, 15
páginas para situar ese espacio-tiempo de la acción) y quedar encerrado entre
sus fronteras o contraportadas, hasta que de repente tropiezas con la primera
rata muerta en el rellano de la página 16 de la escalera que desciende hasta el
infierno de la condición humana. Es a partir de aquí cuando todo se cierra a tu
alrededor creando un clima de insoportable claustrofobia que te va a enganchar
al transcurso de la acción hasta un final realmente arrebatador y del que desde
luego espero se contagie todo aquel lector que consiga reunir las suficientes
fuerzas como para llegar íntegro al desenlace que merece cada cual, según lo
leído con anterioridad.
Un narrador, vamos a llamarlo X aunque quizá
te apetezca saber que al final vas a conocer su nombre, nos acompaña por todos
los recovecos de la historia sin dejar un solo rincón inexplorado en la ciudad,
observando todo lo que acontece con absoluta objetividad, desde la algarabía de
las calles hasta la oscuridad de cualquier habitación infectada, y haciendo partícipe
al lector de todo lo que sucede en el encierro de estas 353 páginas: narración
en cuarentena, o lo que es lo mismo, resulta imposible abandonar la ciudad o la
lectura hasta la resolución de la trama. A través del Señor X conocemos a una
serie de excelentes personajes, diseccionados en su condición humana por la
pluma, cortante como bisturí, de un Camus en estado sobrenatural que aplica una
prosa tan sencilla como transmisora del virus de la comprensión bien resumida:
Rieux, Cottard, Rambert, Paneloux y Grand (espero no olvidar a ninguno de los
protagonistas porque sería muy injusto que así fuera) conforman una serie de
personas o personajes, curiosamente todos hombres, aunque no hay que olvidar ni
por un momento esos secundarios femeninos que son el estandarte invisible que
abandera el noble objetivo en la lucha vital del quinteto principal; que
transmiten a modo de crónica de supervivencia una serie de sucesos que te hacen
meditar profundamente sobre temas de rabiosa actualidad en cualquier época pasada
presente o futura: la religión, la política, la ciencia, el amor… c’est
l’amour!
El absurdo de la condición humana, puede que
el tema base en la obra de Camus, roza en esta novela la genialidad que solo
algunos humanos son capaces de alcanzar a lo largo de muchas existencias
previas. Como humano con fecha de caducidad, e inmunizado con la vacuna de la
plácida insensibilidad, solo me queda felicitarme egoístamente por haber
descubierto esta lectura en las postrimerías de 2011, tan lejos de aquel Orán de
los años 40 y tan cerca de… la próxima plaga. Una novela que desprende efluvios
de inmortalidad.