“Agucé los oídos. Silencio.
Completo. No podía oír el más mínimo ruido. Ni siquiera zumbaba la nevera. Las
paredes estaban calladas, los seis lados de mi caja. Como si mi piso se
encontrara en el espacio o bajo tierra, y no en un rascacielos con tabiques de
cartón, cañerías de agua con mucho movimiento y un ascensor con un mecanismo
chirriante… Como si no estuviera empotrado en un edificio de dieciocho plantas,
con cuatro pisos atestados de gente en cada una de ellas. Si los apartamentos
se repartieran en casitas por un prado, a orillas de un arroyo, cerca de un
bosquecillo, en la falda de una colina, se formaría un pueblo de un tamaño
respetable que merecería un punto en el mapa. Los habitantes de mi rascacielos
podrían tener en esta aldea sus costumbres particulares, venerar a un santo
raro o guardar el secreto de una habilidad tradicional: un bordado fascinante,
la doma de caballos o la elaboración de vinos. Podrían tener un idioma específico,
soltar chillidos estridentes mientras reían, las mujeres podrían cantar juntas
una canción lasciva mientras restregaban la ropa en la tabla de lavar en el
riachuelo y los hombres pasar las tardes distraídos con un juego arcaico y estúpido…
En semejante pueblo, el silencio sería imposible, incluso a altas horas de la
noche, los perros ladrarían, sus cadenas chacolotearían, los animales de los
establos mugirían, rebuznarían o lo que fuere, las gallinas temblarían ante los
depredadores o debajo de los gallos, los amantes saltarían las vallas, las
hechiceras lanzarían sus hechizos, los niños susurrarían bajo las colchas… Un
silencio completo como este significaría que el pueblo estaba totalmente
abandonado, que no había nada vivo en él, que alguna desgracia lo había envuelto
y asfixiado.”
Título original: Sedam strahova (2009)
Publicada por: Sajalín editores (2019)
Traducción: Luisa F. Garrido y Tihomir Pistelek
Traducción: Luisa F. Garrido y Tihomir Pistelek