“Las semanas
siguientes me senté a mi mesa del rincón y no leí a nadie más que a Murakami.
Levantaba la cabeza el tiempo justo para ir al aseo o pedir otro café. Baila, baila, baila y Kafka en la orilla siguieron rápidamente
a La caza del carnero salvaje. Y por
fin, fatídicamente, empecé Crónica del pájaro
que da cuerda al mundo. Ese fue el libro que me perdió, pues disparó una
trayectoria irrefrenable, como un meteoro lanzado a un sector de tierra yerma y
realmente inocente.
Hay dos clases de
obras maestras. Están las obras clásicas, colosales y maravillosas como Moby Dick, Cumbres borrascosas o Frankenstein
o el moderno Prometeo. Y luego está la clase de obras en las que el
escritor parece infundir energía viva a las palabras mientras que el lector es
centrifugado, escurrido y tendido a secar. Libros devastadores, como 2666 o El maestro y Margarita. Crónica
del pájaro que da cuerda al mundo es uno de ellos. En cuanto lo terminé me
vi obligada a leerlo de nuevo. De entrada, no tenía deseo alguno de abandonar
su atmósfera.”