TÍTULO: “Elevación, elegancia, entusiasmo”
AUTOR: Francisco Casavella
FECHA: 10 de enero de 2007
FUENTE: El País
“Entre diciembre de 1944 y febrero de 1945, Thomas Mann
escribe su famoso capítulo XXV de Doctor Faustus, el
encuentro alucinado del músico Adrian Leverkühn con, se diría, Mefistófeles.
Allanando el terreno para conquistar un alma, Mefistófeles define al artista
mediocre: "Un hombre de mundo (no del todo vulgar) y después, nada. Vivirá
quejándose (...) hasta que un día se quede sordo y afónico, y así, con una
palabra escéptica en los labios, irá arrastrándose algunos años; y después...
nada. Todo eso no tiene ningún valor. No hubo nunca iluminación, elevación,
entusiasmo...". Al fin, Mefistófeles entrega a su devoto la inspiración
dodecafónica (allá cada cual), Mann publica uno de los más interesantes
fracasos de la novela del siglo XX y, al poco, se gana los ataques de
Schönberg, el auténtico padre del dodecafonismo, quien acusa al monumento
viviente de la literatura germana de apropiarse de sus hallazgos, de
convertirle en una de sus ficciones. Ante el ataque, Mann hace alguna
concesión, pero acaba irritándose y, el 17 de febrero de 1948, dirige una carta
al músico con otra de esas frases áureas a las que se veía destinado:
"Quién es el creador de la denominada técnica dodeca-fónica es algo que
hoy día sabe cualquier negrito".
Justo
20 años después de que Mann concibiera en Faustus el
colapso de la cultura y la civilización alemanas, otro músico graba un disco
titulado A love supreme. En la
carpeta del álbum, escribe una ofrenda. Éstos son los últimos versos:
"Gracias, Dios. Elevación-elegancia-entusiasmo. Todo por Dios. Gracias,
Dios. Amén". El músico es John Coltrane y morirá tres años después, en
plena encrucijada creativa, pero de ningún modo sordo y afónico, o con una
palabra escéptica en los labios. Tenía 40 años, los mismos que ahora se conmemoran
de su fallecimiento.
Establezcamos
dos paralelismos a partir de la coincidencia entre elevaciones, iluminaciones,
elegancias y entusiasmos: uno demasiado tópico, pero no falso, y otro más
arriesgado. Empecemos por el segundo, que es más sabroso. Todo lo que falla en
la novela de Mann es sintomático del colapso que pretende explicar, que no
contar. Desde su misma concepción, Doctor Faustus es un
artificio demasiado seguro de las ideas que transmite. Nada fluye, todo es
mecánico, se enemista a cada paso con la esencia imaginativa del relato; no hay
vida, ni la música de la vida -dodecafónica o no- ni la vida de un músico.
Adrian Leverkühn es una alegoría robótica, no un personaje. En una página de El malogrado, de
Bernhard, otra novela de colapsos y músicos, hay más iluminación, elegancia y
entusiasmo que en todo el Doctor Faustus, aunque
el autor austriaco haga mucho por disimularlo, o quizá por ello. Porque
Bernhard, a diferencia de Mann, no sólo sabe de qué habla; también ha aprendido
una lección. Y ése es el quid del asunto. El pie para el paralelismo fácil,
pero verdadero.
A
lo largo del siglo XX, en las cumbres de la alta cultura, y sólo alimentándose
de ella y de su espejismo, la música contemporánea se encierra en un laberinto
cuyas únicas salidas son, en el orden que se quiera establecer, el kitsch, el
esnobismo, el puro desafío cerebral (que no intelectual), los auditorios vacíos
y una música que cae en el absurdo de anhelar una explicación y no un goce.
Entretanto, y por seguir el tópico, desde los burdeles de Nueva Orleans -en
toda el área de influencia del Caribe, de hecho- se elabora y proyecta un arte
que, desde lo popular, lo vulgar incluso, fue superándose por la voluntad misma
de sus autores. Así, mientras las bombas caen sobre Berlín y Salzburgo, en el
Minton's Playhouse de Harlem nace una nueva élite lanzada a cualquier desafío
artístico. Al margen de fáciles leyendas biográficas, lo cierto es que, a
partir de entonces, una serie de músicos de jazz tomaron
conciencia del valor de sus creaciones. La verdadera comunión con un público
amplio -tres generaciones de músicos en activo y una industria discográfica
resuelta a ganar dinero- no llegaría hasta el periodo 1955-1965. Esos últimos
años culminaron en el mito, primero, y luego, en la santidad -hay una iglesia
dedicada a su culto- de John William Coltrane.
En
aquel tiempo, sin la distorsión salvaje de la propaganda, los músicos de jazz
que alcanzaban prestigio y el favor de un público resultaban la punta del
iceberg de un oficio duro, intenso y tumultuoso. Sólo era reconocida la suma de
talento máximo, ambición y capacidad de trabajo. En ese panorama, John Coltrane
lo tuvo difícil para alcanzar la idea de Coltrane. Durante la mayor parte de su
carrera, el músico de Carolina del Norte estuvo muchas veces a punto de ser
"aquel saxo en el disco de Fulano", un dato de eruditos que se olvida
con el tiempo. Por decirlo de otro modo, no hubo una limpia flecha biográfica
en su carrera. Ese difícil y fatigoso equilibrio en la cuerda floja, y una
capacidad de superación y logro que aumentó de modo exponencial con los años,
permanece en su música como lo hace el dominio absoluto del camino recorrido:
conocer de punta a cabo todas las canciones de la música popular americana,
saber acompañar, el concepto de grupo, asimilar de lo alto y de lo bajo, de lo
propio y de lo ajeno. Porque Coltrane tocó en bandas de rhythm and blues, en
orquestas mayores y menores, y no fue hasta la llamada de Miles Davis cuando
pasó a formar parte -y nunca se sabía- de los elegidos. Desde ese momento, un
diluvio de temas y álbumes para la posteridad. En su enumeración, siempre
corta, desecho la evolución trascendente de cierta Historia de la Música (la trampa en que cayó la alta cultura) y me
acojo a la verdad y al logro de esa música: Kind of blue, Tenor madness, Trinke tinkle, In a sentimental mood,
My one and only love, Blue train, Giant steps, A love supreme...
Louis
Armstrong decía que cada solo cuenta una historia. Se refería a un relato
estrictamente musical, desligado de conceptos y de imágenes, pero a un relato
vivo, inspirado. En Coltrane -como en la prosodia de Faulkner, dicho sea de
paso- se oye la hipnótica y algo histérica voz de los predicadores como se oyen
los trucos de la música de baile y, desde luego, la inseguridad de todo gran creador,
que lleva una carga, sin duda, pero la proyecta, fresca y dura como su
magnífico arte, con elegancia, elevación y entusiasmo. Con dicha. Ahora.”