“Podéis darme todos los argumentos que queráis para
demostrar que me equivoco; no me la podría sudar más. Os garantizo que, si hay
algo que falla en tu relación, si no eres feliz y empiezas todas las frases con
un “ojalá él-ella hiciera-dejase de hacer…”, estás jodido, esa relación no
durará y serás desgraciado. Lo cual tampoco está mal para algunas personas,
sobre todo para las que son como yo, porque a mí me encantaba sentirme
desgraciado. Me daba energía, reafirmaba mi convicción de que el mundo era una
mierda y de que conspiraba contra mí. Me permitía seguir tranquila y cómodamente
en mi cueva de autocompasión.
Me deja a cuadros la cantidad de gente a la que le encanta
ser desgraciada, no estar contenta con su cuerpo, su vida sexual, su trabajo,
su carrera profesional, su familia, su casa, sus vacaciones, su peinado, yo qué
sé. Toda nuestra identidad cultural se basa en no ser lo bastante buenos, en
necesitar continuamente cosas que sean más brillantes, más rápidas, más
pequeñas, más grandes, mejores. El sector publicitario gana una fortuna gracias
a esto, las industrias farmacéuticas, del tabaco y del alcohol también hacen
caja. Antes la gente era más feliz. Mucho, mucho más. En épocas de
racionamiento, tremendas dificultades y guerra, la sociedad vivía una situación
emocional mejor, estaba más unida y sus miembros más realizados que nosotros
con nuestros iPhones de los cojones y nuestros paquetes de fibra óptica y banda
ancha.
Y proyectamos todas esas expectativas en nuestras parejas.
Cuando se termina la primera fase de compuestos químicos que te alteran el
pensamiento (seis meses con suerte, normalmente unas semanas), los hombres
desean mujeres más jóvenes, más prietas, más guarras, más guapas, más
atractivas y más delgadas. Las mujeres desean mayor seguridad: hombres más
ricos, más emotivos, más fuertes, empáticos, comunicativos y seguros de sí
mismos. Es una mierda, pero esto forma parte de la base de nuestra sociedad.”