“Los
suspiros, el ritmo de nuestros latidos, las contracciones de parto, los
orgasmos, acaban todos por acompasarse, igual que los relojes de péndulo
colocados uno cerca del otro pronto sincronizan su vaivén. Las luciérnagas en
un árbol se encienden y se apagan como una sola. El sol sale y se pone. La luna
crece y mengua y el periódico suele caer en el porche a las seis y treinta y
cinco de la mañana.
El
tiempo se detiene cuando alguien muere. Por supuesto se detiene para ellos,
quizá, pero para los que sufren la pérdida el tiempo se desquicia. La muerte
llega demasiado pronto. Olvida las marcas, los días que se alargan y se
acortan, la luna. Hace trizas el calendario. No estás en tu escritorio o en el
metro o preparando la cena para los niños. Estás leyendo People en la sala de
espera de un quirófano o temblando en un balcón mientras fumas toda la noche.
Miras al vacío, sentada en el cuarto de tu infancia con el globo terráqueo
sobre la mesa. Persia, el Congo Belga. El problema es que cuando vuelves a la
vida normal, todas las rutinas, las marcas del día a día parecen mentiras sin
sentido. Todo es sospechoso, una trampa
para adormecernos, para volver a arroparnos en la plácida inexorabilidad del
tiempo.”