“El
aire tenía una densidad que acariciaba la piel, y el mar, refulgente, apenas
producía un murmullo adormecedor. Allí se podía sentir cómo el mundo, en días y
momentos mágicos, nos ofrece la engañosa impresión de ser un lugar afable,
hecho a la medida de los sueños y los más extraños anhelos humanos. La memoria,
imbuida por aquella atmósfera reposada, conseguía extraviarse y que se
olvidaran los rencores y las penas.
Sentado
en la arena, con la espalda apoyada en el tronco de una casuarina, encendí un
cigarro y cerré los ojos. Faltaba una hora para que cayera el sol, pero, cómo
ya iba siendo habitual en mi vida, yo no tenía prisas ni expectativas. Más bien
casi no tenía nada: y casi sin el casi. Lo único que me interesaba en ese
momento era disfrutar del regalo de la llegada del crepúsculo, el instante
fabuloso en que el sol se acerca al mar plateado del golfo y le dibuja una
estela de fuego sobre la superficie. En el mes de marzo, con la playa
prácticamente desierta, la promesa de aquella visión me provocaba cierto
sosiego, un estado de cercanía al equilibrio que me reconfortaba y todavía me
permitía pensar en la existencia palpable de una pequeña felicidad, hecha a la
medida de mis también disminuidas ambiciones.”
El hombre que amaba a los perros
Leonardo
Padura