“Los
años ochenta y los noventa, cada cual con su mito y su sustancia, su serie de
TV y su monomanía: las drogas de los ochenta te tumbaban sobre un colchón
despellejado, el jaco era mejor que follar, mejor que beber, mejor que bailar,
e impedía que hicieras cualquiera de las tres cosas; las drogas de los noventa
son vitaminas, no te duermen, te dopan, eres un caballo de carreras, eres mil
veces más fuerte, no necesitas cucharas ni papel de aluminio, las píldoras caben
en la yema de un dedo; las drogas de los ochenta eran tan vulgares, el aparejo
de la goma, la aguja y la sangre, los yonquis sólo eran yonquis y por tanto una
especie subhumana; los yonquis finiseculares son empresarios, directores de
banco, estrellas de la TV, adoradores del sol, hetairas, danzarines, jugadores
de fútbol, contratenores, chicas muy guapas que sólo quieren bailar y tomar
drogas, suena la peor música del mundo, pero suena al compás de las embestidas
del porno, ya nadie folla suave como en las melopeas de Pink Floyd, no se trata
de darse besos sino de darse asco, el asco también es sexi, no es la unión del
derviche y la ninfa, no hay incienso ni luces estroboscópicas ni rock sinfónico,
se folla por competición, hay sexo de cinco minutos, y de tres horas con pausas
para nuevas consumiciones, hay un instante, hay urgencia, hay que hacerlo todo
esta noche, un juego de rol donde siempre gana el más cabrón.”
Los
libros repentinos
Pablo
Gutiérrez