“Los más de diez mil bibliotecarios que
trabajan en España —cientos de miles en todo el mundo— alimentan nuestra
adicción a las palabras. Son los guardianes de la droga. A ellos les confiamos
la suma de nuestros conocimientos y nuestros sueños, desde los cuentos de hadas
a las enciclopedias, desde los opúsculos eruditos a los cómics más canallas.
Ahora que muchas editoriales destruyen sus fondos para evitar los gastos de
almacenamiento, allí encontramos un depósito de palabras descatalogadas; el
cofre del tesoro.
Cada biblioteca es única y, como alguien me dijo una vez, siempre se parece a su bibliotecario. Admiro a esos cientos de miles de personas que aún confían en el futuro de los libros o, mejor dicho, en su capacidad de abolir el tiempo. Que aconsejan, animan, urden actividades y crean pretextos para que la mirada de un lector despierte las palabras dormidas, a veces durante años, de un ejemplar apilado en una estantería. Saben que ese acto tan cotidiano es en el fondo —levántate, Lázaro— la resurrección de un mundo.”
Cada biblioteca es única y, como alguien me dijo una vez, siempre se parece a su bibliotecario. Admiro a esos cientos de miles de personas que aún confían en el futuro de los libros o, mejor dicho, en su capacidad de abolir el tiempo. Que aconsejan, animan, urden actividades y crean pretextos para que la mirada de un lector despierte las palabras dormidas, a veces durante años, de un ejemplar apilado en una estantería. Saben que ese acto tan cotidiano es en el fondo —levántate, Lázaro— la resurrección de un mundo.”