“Era todavía otoño cuando vio surgir la ciudad de las aguas metálicas,
las torres impasibles y sus gaseosos crespones, y bajo un enjambre de gaviotas
el marinero dejó caer una cuerda en imitación de la araña que se desprende de
su hilo pegajoso. Miró hacia atrás como si pudiese calcular la cantidad de agua
que había logrado interponer entre él y Barcelona, en la calle le asaltó un
alud de sonido: niños, vendedores y ambulantes, furgones de basura, los ojos
estroboscópicos y alucinados de las ambulancias. El sol hizo un esfuerzo para
elevarse con la intensidad del verano, pero el color del cielo y la atmósfera
otoñal de las nubes lo desmintieron. Sacó del bolsillo un papel arrugado
(aunque se sabía la dirección de memoria) y un mapa que le ayudó a encontrar su
primera casa americana: la niebla matutina le daba un aspecto cromático al
callejón. Aquella primera tarde en Nueva York la pasó entera en su nuevo cuarto,
con la enorme ciudad sumida en el desconocimiento. Las aguas bajaron briosas y
turbias, al anochecer la luna se reflejaba como una moneda roja.”