“Enorme, gris e imponente, Ashdown se alzaba en un
promontorio, a unos veinte metros de la escarpada cara del acantilado, donde ya
llevaba más de un siglo. Durante todo el día, las gaviotas revoloteaban en
torno a sus chapiteles y sus torrecillas, chillando hasta quedarse roncas. Y
durante todo el día y toda la noche las olas se precipitaban enloquecidas
contra aquella barricada rocosa, llenando con su fragor interminable, como de
tráfico pesado, las glaciales estancias y los laberínticos y resonantes pasillos
de la vieja mansión. Ni siquiera en las partes más vacías de Ashdown (y ahora
se encontraba prácticamente vacía) reinaba nunca el silencio. Las dependencias
más habitables se amontonaban en el primer y segundo piso, mirando al mar, y a
lo largo del día las inundaba una fría luz. La cocina, en la planta baja, era
larga y en forma de L, con un techo bajo; sólo tenía tres ventanas diminutas, y
estaba siempre envuelta en la penumbra. Aquella áspera belleza de Ashdown que
desafiaba a los elementos enmascaraba el hecho de que, fundamentalmente, no
resultaba habitable. Sus vecinos más antiguos y cercanos podían recordar, pero
apenas creer, que en su día había sido un domicilio privado, hogar de una
familia que contaba únicamente con ocho o nueve miembros. Pero hacía dos
décadas la había adquirido la nueva universidad, y ahora albergaba a unos
veintitantos estudiantes: una población cambiante; tan cambiante como aquel mar
de un verde enfermizo que yacía a sus pies y se extendía hasta el horizonte,
sin dejar de revolverse en su permanente desasosiego.”