Coloco en el suelo su última fotografía impresa, esa que
publicaron los diarios, sesudos y estrafalarios, donde luce el vestido violeta
que sólo se puso aquella vez, la noche en que me abandonó, recuerdo el frufrú
de su seda caminando bajo la tenue lluvia de madrugada, rezando mentalmente
para que no apareciese un taxi perdido y quebrase la magia noctámbula y
templada de un junio que prometía ser presagio de plenitud; tras abandonar
aquella gala en que finalmente supieron premiar su oscuro talento y los focos coloreados
pigmentaron el brillo de su porvenir… ha nacido una nueva estrella de las
letras, ladraron a destiempo los plúmbeos miembros del jurado.
Hace un lustro de todo aquello, acaba de alumbrar su tercera
novela, acabo de devorar nuestra tercera criatura: todas ellas con título de
posteridad. En una suerte de ruleta rusa, triplicando las posibilidades de
acierto, introduzco tres balas en la recámara del revólver, pólvora de paridad,
e invoco a la diosa fortuna haciendo girar el tambor de mi existencia con
redoble prolongado. Levanto la mano izquierda, le robo un haz de luz al
maltrecho flexo de mi escritorio -el mismo donde todavía hoy corrijo, invento
otrora intento realzar sus escritos- e ilumino su instantánea, que yace
radiante ante mis pies, apunto hacia mi sien derecha sin cerrar los ojos,
presiono el gatillo… y el clic del percutor tan sólo alcanza a congelar una
lágrima. Un pensamiento intrascendente me arranca media sonrisa: tampoco esta
vez el estruendo sonoro despertará al pedante e irrespetuoso gordo que habita
el piso de arriba.
Enciendo un cigarrillo y me sirvo un whisky simple, así como
hacía aquel personaje que tanto vanagloriaron algunos lectores; pienso que es
muy probable que su próxima creación tenga, por fin, visos de inmortalidad. Nuestra
cuarta obra invocará a mi cuarto proyectil… con fecha de inminente caducidad,
pronto seremos estruendo de la mañana.-
Imagen: Sátira del suicidio romántico – Leonardo Alenza