“Es tarde, casi medianoche, y hay un grupo de adolescentes
al final del muelle. La ciudad se extiende por la bahía como un collar de luces
a lo largo de la arena. El puerto es uno de sus lugares de encuentro: ahí
siempre se encuentra uno con alguien sin haber quedado previamente. Hay algo en
su carácter liminal, de espacio entre la tierra y el mar, que los atrae, sobre
todo de noche.
Es tarde y
todavía no han vuelto a casa. Están aburridos, en ese estado mental de encogimiento
típico de esta etapa de la vida. Tienen unos dieciséis años, más o menos.
Acaban de pasar la primera tanda de exámenes y están esperando los resultados,
están esperando a que acabe el verano, a que empiece el nuevo curso; están
esperando a que su futuro cobre forma, a que termine su turno de trabajo, a que
se vayan los turistas: esperan, esperan. Algunos esperan que un mal corte de
pelo crezca enseguida, que sus padres les dejen coger el coche, les aumenten la
asignación o se den cuenta de lo desgraciados que son; que la chica o el chico
que les gusta se fije en ellos, que llegue por fin la cinta de casete que
encargaron en la tienda de música, que se les desgasten los zapatos para que
les compren un par nuevo; esperan al autobús, a que suene el teléfono. Esperan,
todos ellos, porque esperar es lo que hacen los adolescentes que viven en las
ciudades de costa. Esperan: a que algo termine, a que algo empiece.”