“Unas horas más
tarde, me despierta la intuición de que debo mirar el paisaje: subo la cortina
de la ventanilla y lo que descubro me deja sin aliento. El avión está
sobrevolando las cimas del Himalaya, cuya blancura basta para iluminar las
tinieblas. Estamos tan cerca de la cima que contengo la respiración ante la
idea de tocar el Everest. En mi vida sólo he tenido una visión tan sublime. Le
doy gracias a Japón, que es a quien se las debo.
Permanezco pegada
a la ventanilla, contemplando fijamente esos colosos nevados. La noche es una
bendición, ya que hace posible esta vista: de día, la violencia de la luz me
habría obligado a desviar la mirada. De noche, tengo la impresión de estar
conociendo, en el transcurso de una expedición de submarinismo, a una familia
de ballenas blancas, nobles e inmóviles, en esas tinieblas perfectas de
penúltimos fondos que permiten apreciarlo todo mucho mejor que con las
horribles luces de los hombres.”