“Las Ramblas como Cloaca Máxima, la Puerta de la Paz, el
zócalo, los tinglados y muelles ruinosos flotando en el mar, vidas como
pontones, esa parte de la ciudad que durante un tiempo se convertirá en mi foro
de actuación, vive una existencia múltiple bajo la cúpula de un llevadero
estado de sitio y la clave rítmica del pulir de los limpiabotas, del murmullo
de los confidentes. Por un lado, el hampa, putas y ladrones, que parecen
esculpidos en la misma piedra color elefante de las fachadas, barnizados con el
fulgor rojo y blanco de los letreros, envejecidos por las emanaciones de los
tubos de escape. Este sector observa con burlona extrañeza al segundo grupo:
personal muy comprometido en los asuntos de la hora, entonadores de pegadizos
lemas, repartidores de volantes, mesas con manifiestos y banderas que recorren
sueños triunfales hacia las elecciones de junio del 77, y más allá, la
disolución y el olvido. Ahora, los políticos radicales advierten la provocación
de los fascistas, quienes, en pequeño comité, se ajustan en el ceño las gafas
de sol y en la muñeca los guantes de cuero, mientras negocian la violencia con
un amigo policía. El tercer grupo ramblero, más colorista, lo forma una especie
de lectura entre líneas de los grupos anteriores; y si no fuera porque a veces también
reciben estopa, uno diría que han venido de su pueblo, no en busca de
prosperidad, como era costumbre hasta ahora, sino a pasar el rato lo mejor
posible. Vestidos de bailaoras o a punto de hacerlo, se identifican mediante la
abstracción indumentaria con otros cuya
dicción nasal, pañuelo carmesí y esmeralda melena trasmiten la difuminada
intuición de que viven en otra ciudad y otro mundo del cual este que pisan es
caricatura, y aquellas algaradas, las hostias, las carreras, sólo batidores que
sujetan la fiesta novedosa, la perfecta juventud.”