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Imagen: Jeff Rowland |
“Me acompañó hasta el coche y para entonces caía un
aguacero. No malgastamos mucho tiempo en despedirnos. Antes de estrecharme la
mano me dio el número de teléfono de su domicilio. Dijo que lamentaba ser
portador de malas noticias. La traición era un asunto feo y nadie debería verse
mezclado en ella. Confiaba en que yo encontrase una salida al problema. Cuando
se fue me quedé sentado en el coche, con las llaves de contacto colgando de la
mano. Diluviaba como si fuese el fin del mundo. Después de lo que había oído no
tenía ánimos para conducir ni para ver a mis padres ni para regresar a Clifton
Street. No iba a pasar el Año Nuevo contigo. No se me ocurría nada más que
contemplar la lluvia que lavaba la suciedad de la calle. Al cabo de una hora
conduje hasta una estafeta y te envié un telegrama, y después busqué un hotel
decente. Pensé que bien podía gastarme en algún lujo lo que quedaba del dinero
sospechoso. En un estado de autocompasión, pedí que me subieran a mi habitación
una botella de whisky escocés. Dos dedos de whisky y una cantidad igual de agua
bastaron para convencerme de que no me apetecía emborracharme, no a las cinco
de la tarde. Tampoco quería estar sobrio. No quería nada, ni siquiera el
olvido.”
Operación Dulce
Ian McEwan