sábado, 7 de abril de 2012

La edad de la decencia


TÍTULO: "Primavera en invierno"
FIRMA: Maruja Torres
FUENTE: Perdonen que no me levante - El País Semanal Nº 1853
FECHA PUBLICACIÓN: 1 de abril de 2012

En el AVE, camino de Madrid, en donde me aprestaba a celebrar mi itinerante cumpleaños –el 69: bonito número–, leía el Diario de invierno, de Paul Auster, y me sumergía en las angustias esporádicas de la noche del alma que el hombre que ama a Brooklyn describe con sencilla claridad. De repente, un párrafo suculento me devolvió a la línea de flotación: aquel en que el escritor narra su encuentro, con motivo de la lectura de uno de sus textos, con el actor francés Jean-Louis Trintignant. Escribe Auster: “En un momento dado, se vuelve hacia ti y te pregunta la edad que tienes. Cincuenta y siete años, le dices, y entonces, tras otra breve pausa, le preguntas cuántos tiene él. Setenta y cuatro, contesta”. Poco después, Trintignant –mi generación le llamaba, castizamente, “el Trinti”–, en medio de una espera: “Finalmente, alza la cabeza, se encuentra con tu mirada y, con inesperada seriedad, en tono circunspecto, dice: ‘Paul, quiero decirte una cosa. A los cincuenta y siete me encontraba viejo. Ahora, a los setenta y cuatro, me siento mucho más joven que entonces”. Auster meditará mucho sobre esta extraña confesión y su sentido: “Notas que es importante para él, que está tratando de comunicarte algo de vital importancia”. Trintignant le estaba haciendo un regalo. Y como el receptor es un fino escritor, un hombre sensible, al reflejarlo posteriormente en su libro nos lo ofrece también a los lectores que estamos en edad de merecerlo y que, por ello, ya hemos atisbado que ese “sentirse más joven” no expresa una verdad surgida del funcionamiento de las articulaciones o de los huesos, ni de tener la tensión alta o baja, ni de las toses mañaneras ni de lo que cae o lo que cuelga, ni del pescuezo reverencial que se nos pone con los años. Viene, justamente, de lo que no se doblega. Y se llama libertad.
Cuando has vivido durante casi siete décadas eligiendo materiales con los que rellenar ese frasco vacío que eras al principio; cuando la formación, la experiencia, el dolor y los fracasos y algún que otro triunfo profundo, y muchos encuentros, ya casi colman la botella… Uno se siente libre, por extraño que parezca. Necesitas que te ayuden a llevar la maleta, a subir y bajar del tren, o incluso cosas más serias. Cada mañana espías el devenir de tu cuerpo, y das gracias por el sentido del humor con que te manejas cuando lo trasladas de un lugar a otro. Pero eso, reírse de los propios achaques, no es el motivo de la libertad que sientes, aunque ayuda mucho en la aceptación de lo que tiene que venir.
El núcleo duro del que emana esa sensación libertaria –aunque cada cual puede que la sienta por otros motivos– es, en mi opinión, el convencimiento –biológico, hondo– de que, afortunadamente, ya no puedes volver atrás. Por mucho que te abras a lo que ocurre, a las nuevas emociones; por mucho que sigas sufriendo penas y disfrutando de alegrías; por mucho que participes del mundo y sus eventos… Uno ya sabe que no puede volver atrás. Y esa es la liberación, al menos en mi caso. “Tú no puedes volver atrás, porque la vida ya te empuja con un aullido interminable…”, escribió José Agustín Goytisolo. A estas alturas del aullido efectivamente sabes que no puedes volver atrás. La obra está prácticamente hecha, y solo te queda culminarla –mejor dicho, que el tiempo te la culmine– sin traicionar eso con que llenaste la botella, y haciendo tantos regalos a la gente apreciada como sea posible: como Trintignant, en su momento. De regreso a casa, en el AVE, opté por el Vanity Fair inglés de marzo, que se me pasó comprar porque estaba liada acabando la novela. Es el que dedican al cine, con motivo de los Oscar, y en su interior me encontré con la forma de envejecer de tres mujeres muy distintas: Anjelica Huston –bella y cultivada, muy activa–, Brigitte Bardot –con sus animales y su conservadurismo extremo, aislada y algo iracunda– y Sophia Loren, eternamente glamourosa y encerrada entre sus recuerdos. Me parecen libres las tres, a su manera.
Como Auster, te preguntas: “¿Cuántas mañanas te quedan?”. Y te encoges de hombros. Las que vengan serán bienvenidas.