jueves, 5 de mayo de 2011
Un pasado lejano
En un pasado remoto, o quizás no tanto, la gente utilizaba las cartas para comunicarse, el procedimiento era bien sencillo: unas hojas de papel virgen con lencería de encaje blanca, unos céntimos de sello conmemorativo de alguna historia siempre más antigua que la nuestra, tu pluma o bolígrafo preferido, un sobre discreto que se convertiría en cofre secreto sellado con el ADN de tu saliva, un tiempo invertido a conciencia dependiendo del destinatario de la misiva y un pequeño paseo hasta la estafeta de correos más próxima a tu domicilio, el mismo que figuraba en el remite por sí acaso destino1 impedía la llegada a destino2, y un triste cartero tenía que depositar el cadáver de esa paloma mensajera que no alcanzó su objetivo de regreso al sarcófago del buzón de tu casa, acribillada por algún error burocrático y vilmente matasellada a traición por el vago funcionario de turno.
En un pasado remoto, o quizás no tanto, las madres que tenían hijos en alguna de las guerras que ocurrían en el mundo se desmayaban cuando oteaban en la distancia que no era el simpático cartero habitual el que enfilaba la cuesta que conducía a sus casas sino un joven de rostro ceñudo vestido de uniforme militar: funestas noticias encerradas en una cartera negra de mano. Un sobre con membrete oficial y un terrible encabezamiento temblando entre sus manos: lamentamos comunicarle…
Ahora al ataúd del buzón de nuestro Sistema, siempre en batalla permanente contra nosotros mismos, solo llegan facturas, minutas por el servicio prestado, enterradas entre montañas de publicidad, esperando que desenfundes la llave más pequeña de tu llavero para poder escapar de su clandestinidad y constatarte una vez más que solo eres otro eslabón del engranaje, tan solo uno más.
En un pasado remoto, o quizás no tanto, yo mismo me carteaba con gente desconocida, amigos imposibles de abrazar que complementaban a los pocos reales que la vida me iba proporcionando, algo así como esos coleguillas virtuales que ahora todos tenemos en el ciberespacio. Desconocidos con los que te descubrías compartiendo temas tan íntimos que más de una vez cuando tu carta ya había sido engullida por la boca del buzón glotón de un certero bocado, intentabas recuperar desesperadamente metiendo la mano en la obertura para provocarle un vómito de letras. Demasiado tarde, amigo… Hubo una chica especial en la saca epistolar, y creo que el tema sobrepasó las cien largas cartas, todavía lo recuerdo porque tenía la costumbre de enumerarlas todas, poca broma ante una historieta centenaria. El caso es que sucedió lo inevitable y una fría noche de invierno decidimos conocernos en persona, más allá del ardor libertario de las palabras. Del error acontecido, y del asesinato de Platón, ambos fuimos confabulados culpables. Ella estaba comprometida con un buen tipo y yo era un pajarillo libre enamorado del viento, soy consciente de que no debimos forzar la situación pero supongo que fue inevitable. Necesitábamos respuestas urgentes y encontramos… silencio.