El tiempo, como el humo,
siempre acaba esfumándose hacia otro lugar.
Hay tres bares colindantes, con sus respectivas terrazas de
exterior, frente a la estación central de autobuses. Caperucita ocupa una mesa
discreta del que está situado en el medio; metódicamente intenta que sean
las mismas cuatro patas las que sostengan su nueva jornada, aunque a veces debe
cambiar de sitio porque otra persona, desconocida y siempre de paso, se le ha
adelantado.
Faltan pocos minutos para las 8 a.m., pronto se escucharán las
toses del primer ómnibus de línea de medio y largo recorrido. Empezará la hora
punta del tráfico humano ataviado con sus grotescas máscaras de carnaval
pandémico, gente inhalada en origen y exhalada en destino, pero en este breve
momento aún es posible escuchar los últimos bises del trino de los pájaros
vespertinos.
Un avión araña el cielo por estrenar dejando una estela de
queroseno en su seno virgen, millones de partículas contaminantes que a duras
penas podrá esnifarse este sol legañoso que asoma allá por el oeste de la
ciudad, cerca del mar, contaminado también.
Chimeneas de polígonos industriales vomitando señales de humo,
indios sin dios que los ampare dirigiéndose a su puesto de trabajo en la cadena
humana del capitalismo feroz. Sucias cortinas de vaho que corren un tupido velo
sobre las afueras de la gran metrópolis.
Caperucita pide un café cortado con poca y buena leche.
Desprende un puñado de tabaco del paquete amarillo con la mano izquierda y lo
acuesta en el dorso de la derecha tapándolo suavemente con una sabanita de
papel de arroz, recoge el filtro, blanco inmaculado, de la almohada que
sostiene entre los labios y procede a liar un cigarrillo; el primero de un
nuevo día… que nunca sabrá si será el último.
—¿Por qué tienes los pulmones tan podridos, Caperucita?
—Para fumarte mejor.
Texto publicado en La Charca Literaria
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