“El escenario del Pigalle olía a catedral: a exudantes
maderas de retablo añejo al olfato de cualquiera, pero a retestinadas babas de
beata a las narices de los Susmozas. Toneladas de poleas en los altos de
bambalinas se enmarañaban como los cables de una máquina inservible. Sogas y
cabos descendían hasta el entarimado del piso, pidiendo cuellos que ajusticiar.
Sobre el escenario, bastidores y paneles reproducían un muro con restos de
hiedra, una chimenea calcinada, la línea de cielo de una ciudad… El ciclorama
resistía, tan desgastado que parecía hecho de papel cebolla.
Y estaban los
cachivaches, siempre cachivaches, inundándolo todo como en una planta de
reciclaje, coincidentes en el absurdo: una bici con sidecar, un cristal negro,
un cañón de papel, una rueda cuadrada. La guía telefónica de Belgrado, dos mil
peines de un hotel de Sintra, muchos libros guardados en los electrodomésticos.
Cientos de bolis Bic sin tinta, limpios de palabras. Una lata de sardinas sin
abrir en el fondo de un acuario, los videojuegos Atari, una bañera hasta arriba
de alfileres. Docenas de calendarios por las paredes, paralizados por el tiempo
como un reloj de arena con su gravilla anegada de alquitrán.”