“Se puede ser escritor de Barcelona de muchas maneras. Con
la nariz de boxeador que nunca ha hecho tongo, como Marsé, con su novelística
compleja porque enfrenta todo el rato una verdad privada a la verdad del mundo.
Con el bigote blanco de Eduardo Mendoza, de escritor viajado y que le da esa
elegancia del hombre de mundo que no se mancha de geografía cuando sale a ver
las cosas; de escritor que va de un lado a otro porque ha descubierto que la
distancia es la más alta forma de amabilidad. Con el periódico y el carnet del
partido doblados bajo la máquina de escribir, como Manuel Vázquez Montalbán.
Con la cazadora vaquera de Carlos Zanón, con la que escribe su novelas duras,
de callejón espectral, de una Barcelona extracomunitaria y de mejillones
hervidos en las presentaciones de la librería Negra y Criminal. Con la
elegancia de sastrería decente, con la elegancia rabiosamente viva,
nocturnamente viva en una eterna noche americana, que es la de Francisco Casavella.
Será su Barcelona americana, la de las malas calles, la de los gitanos rumberos
de la calle de la Cera y del parking de la calle Aurora en el barrio chino, la
de las noches watusis, la de los especuladores municipales, esa será la única
en que crea, la que voy a ir buscando cada vez que cruce el río. Llevaré
entonces el Triunfo de Casavella
metido en el bolsillo de una trenca muy buena, que salió de un camión que nunca
llegará al Corte Inglés. Me la regalará mi familia en mi veinticinco cumpleaños
(habían cogido entonces la manía de comprar esas cosas en los pisos de La
Mina).”