“Una de las dos
fondas de aquel pueblo estaba en la plaza del ayuntamiento. En su habitación,
Velasco Flaínez se miraba en el espejo y elucubraba con las posibilidades que
tenía su bozo de convertirse pronto en un bigote. Acarició aquella pelusa con
los dedos y la dejó repartida sobre la boca como los frenazos de un neumático.
Por la ventana entraron las voces de un arriero que llamaba hija de perra a su
mula. Se sonrió el chico y se quitó la camisa, se afeitó con mucha pausa la
pelusa, y se lavó los brazos, el pecho, el cuello y la cara con el agua de la
jofaina. Se puso una camisa de lino limpia que traía en el zurrón. Extendió el
cuello de la camisa por encima de las solapas de la chaqueta y volvió a contemplarse
seriamente en el espejo. Cuidadosamente, se peinó y estiró su mechón negro
hacia atrás para dejar la frente despejada. Los peldaños de madera crujían a
casa paso que daba, y así pareció que bajaba la escalera quebrando huesos.
Tenía la fonda un despacho de vino y unas mesas para comer. En la pared del
mostrador, la República mostraba un pecho al aire en una lámina. El chico se
sirvió dos dedos de tinto, alzó el vaso a la salud del retrato, se lo bebió de
un trago, y salió a la calle con las manos cogidas a la espalda. Andando muy
despacio se esfumó entre las casas y callejuelas del pueblo.”