“En la ciudad, la mañana solo puede soportarse. Ya no hay
amanecer, ni tampoco verdadera oscuridad. Lo único que queda, después de llover
o de que hayan regado la calle, es el chirrido de las llantas en el asfalto
mojado. Aquí, en cambio, Lou volvió a despertarse temblando y alzó la nariz
como un animal. La luz del dormitorio era de un blanco extraordinario. Se
levantó de la señorial cama del coronel y fue hasta la ventana. El mundo estaba
cubierto de una tardía nieve primaveral.
Era esa nieve
blanda y espesa que entusiasma a menos que se esté conduciendo o agonizando,
copos acumulados que ahora ya caían, como orugas, de las verdes ramas. Volvió a
olfatear. La nieve tiene su propio aroma frío. Se calzó las botas y salió a
orinar sobre la tierra nevada, preguntándose cuánto tiempo había pasado desde
la última vez que tiñó la nieve de amarillo. No había señales del oso. Se
habría metido en su establo para volver a hibernar.”