lunes, 29 de octubre de 2018

El triunfo – Francisco Casavella


     “El automóvil se detiene con un sonido chirriante de neumáticos que estremece las paredes del aparcamiento. Dentro, ninguno de los tres hombres se mira. El más delgado –muy moreno, nariz ancha y labios gruesos– frota, no sin contenida brusquedad, una mano sudorosa contra la pernera del pantalón apolillado. Crujido de acero y mecánica anticuada al abrir una de las puertas. Los tres hombres salen despacio.
     El guarda les observa de lejos con el borroso cansancio del que se dispone a finalizar en breve un turno de noche: una mirada temerosa duda en un rostro difuminado por su propia estupidez. Hace unos segundos, al ver llegar el automóvil, ha bajado el volumen de una radio y se ha puesto en pie. Ahora, en todo el aparcamiento no se oye otro sonido que el rumor de una musiquilla indescifrable y las pesadas botas de los tres hombres caminando hacia la calle.
      La cara del más delgado no puede evitar un mohín. El hombre más delgado ha ido ganando con el tiempo fama de no alterarse por nada; ese gesto en su cara es un acto inusual. Se detiene: los otros no se dan cuenta y siguen caminando.
     Ha visto algo tras los turbios cristales de los coches aparcados en columna; o quizá ha percibido el repentino temblor de una sombra en la pared. Saca el revólver de su funda. Con un movimiento profesional, echa hacia atrás el percutor y siente el chasquido de un resorte enganchando la cola de la pieza. Asocia involuntariamente este último sonido con el anterior de la puerta del coche al cerrarse. Aprieta la empuñadura de la pistola con las dos manos. Cuando oye el primer grito, abre las piernas, levanta los brazos hasta situarlos paralelos al suelo y apunta.
     El muchacho ha salido como un loco del lugar previsto por el hombre más delgado. El muchacho salta y dispara y grita como si jugase, sin embargo nadie ha pensado ni por un instante en juegos. El hombre más delgado ve cómo uno de sus acompañantes cae al suelo, de espaldas. El hombre más delgado ve cómo el muchacho da una voltereta en el suelo y sigue disparando. Su otro acompañante, de rodillas, vacía el cargador contra el muchacho y se desploma.
     El hombre más delgado ve cómo el muchacho camina a gatas, renqueando: de una pierna surge un chorro de sangre que, en ese momento, no es más que una línea negra contra la luz lechosa de mil amaneceres. Una imagen del pasado le espanta. Dispara. El muchacho, impulsado por una fuerza remota, se pone en pie y dispara. Enseguida vuelve a caer. Su pistola se desliza por el suelo aceitoso del aparcamiento y rebota contra la rueda de un coche. El muchacho ya no se mueve... Humo y un olor picante a pólvora llenan el aire.”