“El automóvil se
detiene con un sonido chirriante de neumáticos que estremece las paredes del
aparcamiento. Dentro, ninguno de los tres hombres se mira. El más delgado –muy
moreno, nariz ancha y labios gruesos– frota, no sin contenida brusquedad, una
mano sudorosa contra la pernera del pantalón apolillado. Crujido de acero y
mecánica anticuada al abrir una de las puertas. Los tres hombres salen
despacio.
El guarda les
observa de lejos con el borroso cansancio del que se dispone a finalizar en
breve un turno de noche: una mirada temerosa duda en un rostro difuminado por
su propia estupidez. Hace unos segundos, al ver llegar el automóvil, ha bajado
el volumen de una radio y se ha puesto en pie. Ahora, en todo el aparcamiento
no se oye otro sonido que el rumor de una musiquilla indescifrable y las
pesadas botas de los tres hombres caminando hacia la calle.
La cara del más delgado no puede evitar un
mohín. El hombre más delgado ha ido ganando con el tiempo fama de no alterarse
por nada; ese gesto en su cara es un acto inusual. Se detiene: los otros no se
dan cuenta y siguen caminando.
Ha visto algo
tras los turbios cristales de los coches aparcados en columna; o quizá ha
percibido el repentino temblor de una sombra en la pared. Saca el revólver de
su funda. Con un movimiento profesional, echa hacia atrás el percutor y siente
el chasquido de un resorte enganchando la cola de la pieza. Asocia
involuntariamente este último sonido con el anterior de la puerta del coche al
cerrarse. Aprieta la empuñadura de la pistola con las dos manos. Cuando oye el
primer grito, abre las piernas, levanta los brazos hasta situarlos paralelos al
suelo y apunta.
El muchacho ha
salido como un loco del lugar previsto por el hombre más delgado. El muchacho
salta y dispara y grita como si jugase, sin embargo nadie ha pensado ni por un
instante en juegos. El hombre más delgado ve cómo uno de sus acompañantes cae
al suelo, de espaldas. El hombre más delgado ve cómo el muchacho da una
voltereta en el suelo y sigue disparando. Su otro acompañante, de rodillas,
vacía el cargador contra el muchacho y se desploma.
El hombre más
delgado ve cómo el muchacho camina a gatas, renqueando: de una pierna surge un
chorro de sangre que, en ese momento, no es más que una línea negra contra la
luz lechosa de mil amaneceres. Una imagen del pasado le espanta. Dispara. El
muchacho, impulsado por una fuerza remota, se pone en pie y dispara. Enseguida
vuelve a caer. Su pistola se desliza por el suelo aceitoso del aparcamiento y
rebota contra la rueda de un coche. El muchacho ya no se mueve... Humo y un
olor picante a pólvora llenan el aire.”