“Hoy vas a nacer. No deberías, pero lo vas a hacer. No
deberías porque el infierno está ahí afuera. Hay manifestaciones día sí y día
también. La gente habla de elecciones. De atentados. De amnistías. Y estás tan
bien en tu cueva. Tan calentito. Tan ingrávido. No tienes que respirar, ni que
comer, ni que llorar. ¿Para qué, si no te oyen? Patalear, eso sí. Dar
manotazos. Como un púgil o un karateka. Demostrar que estás preparado para
enfrentarte a la vida. A un medio hostil. La vida te da mucho, dice la gente.
Pero lo primero que te da son dos cachetes en el trasero. Como esos que suenan
en la habitación de al lado, seguidos de un llanto desgarrador. Las paredes
abdominales amortiguan los sonidos, pero no pueden impedir que te sobresaltes
al escuchar el rugido de una moto, el gimoteo de un claxon, el tañido de una
campana. Tu ritmo cardíaco se acelera. Te atragantas con el líquido amniótico.
Tienes un ataque de hipo. La frecuencia de las contracciones indica que se
acerca el momento de asomar la cabeza al mundo. Un mundo en el que hoy van a
ocurrir muchas cosas. Cosas buenas y cosas malas. En el Congo van a matar al
presidente Marien Ngouabi. En Italia habrá huelga general. En España el Boletín
Oficial del Estado va a anunciar un nuevo indulto. Pero la historia que marcará
tu vida va a suceder mucho más cerca, a unos pocos kilómetros de distancia.
Sucederá en Barcelona y habrá una niña y un perro, un hombre y una mujer, un
viejo y un cuadro. Oyes las campanas de una iglesia cercana. Sientes una nueva
contracción. Hoy vas a nacer. No deberías, pero lo vas a hacer.”
miércoles, 26 de abril de 2017
Tuyo es el mañana - Pablo Martín Sánchez
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domingo, 23 de abril de 2017
Instrumental – James Rhodes
“Podéis darme todos los argumentos que queráis para
demostrar que me equivoco; no me la podría sudar más. Os garantizo que, si hay
algo que falla en tu relación, si no eres feliz y empiezas todas las frases con
un “ojalá él-ella hiciera-dejase de hacer…”, estás jodido, esa relación no
durará y serás desgraciado. Lo cual tampoco está mal para algunas personas,
sobre todo para las que son como yo, porque a mí me encantaba sentirme
desgraciado. Me daba energía, reafirmaba mi convicción de que el mundo era una
mierda y de que conspiraba contra mí. Me permitía seguir tranquila y cómodamente
en mi cueva de autocompasión.
Me deja a cuadros la cantidad de gente a la que le encanta
ser desgraciada, no estar contenta con su cuerpo, su vida sexual, su trabajo,
su carrera profesional, su familia, su casa, sus vacaciones, su peinado, yo qué
sé. Toda nuestra identidad cultural se basa en no ser lo bastante buenos, en
necesitar continuamente cosas que sean más brillantes, más rápidas, más
pequeñas, más grandes, mejores. El sector publicitario gana una fortuna gracias
a esto, las industrias farmacéuticas, del tabaco y del alcohol también hacen
caja. Antes la gente era más feliz. Mucho, mucho más. En épocas de
racionamiento, tremendas dificultades y guerra, la sociedad vivía una situación
emocional mejor, estaba más unida y sus miembros más realizados que nosotros
con nuestros iPhones de los cojones y nuestros paquetes de fibra óptica y banda
ancha.
Y proyectamos todas esas expectativas en nuestras parejas.
Cuando se termina la primera fase de compuestos químicos que te alteran el
pensamiento (seis meses con suerte, normalmente unas semanas), los hombres
desean mujeres más jóvenes, más prietas, más guarras, más guapas, más
atractivas y más delgadas. Las mujeres desean mayor seguridad: hombres más
ricos, más emotivos, más fuertes, empáticos, comunicativos y seguros de sí
mismos. Es una mierda, pero esto forma parte de la base de nuestra sociedad.”
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jueves, 13 de abril de 2017
Fill de presons – Adrià Puntí
miércoles, 12 de abril de 2017
Holgar, dulce hogar – Sam Lipsyte
“A nadie le gustan las historias, sobre todo las buenas.
A nadie le gustan las historias, o sea, a menos que uno
forme parte de ellas. ¿Estáis familiarizados con ese tic expectante que aparece
en las caras de la gente cuando uno les cuenta una historia?
¿Cuándo salgo yo?, están pensando. ¿Cuándo llega mi parte?
Tal vez no fue siempre así. Tal vez cuando los hombres de
Cromagnon se sentaban alrededor de la fogata de cocinar y se aterraban los unos
a los otros con historias sobre tigres dientes de sable, o incluso sobre
abductores de seres humanos llenos de pústulas que rondaban por la oscuridad
exterior, los oyentes tenían en mente lo contrario: por favor, por favor, por
favor, panteón de deidades animistas locales, por favor no dejes que esa
historia se acerque a mí.
Pero ahora todo es muy distinto.
Deben ser los videojuegos.”
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martes, 4 de abril de 2017
Los mutilados – Hermann Ungar
“Desde los veinte años, Franz Polzer era empleado de Banca.
Todos los días, a las ocho menos cuarto de la mañana, salía hacia el despacho,
nunca un minuto antes ni un minuto después. Cuando doblaba la esquina de su
calle, el reloj de la torre daba tres campanadas.
En todo el tiempo que llevaba trabajando, Franz Polzer nunca
cambió de empleo ni de domicilio. Se instaló en aquella casa cuando dejó los
estudios y empezó a trabajar. La dueña era viuda y tenía aproximadamente su
misma edad. Cuando él alquiló la habitación, ella llevaba luto por su marido,
que había muerto menos de un año antes.
En sus muchos años de empleado, Franz Polzer nunca había
estado en la calle a media mañana más que el domingo. Él no sabía lo que era la
media mañana del día laborable, la hora en que las tiendas están abiertas y hay
animación en la calle. Ni un solo día había faltado a su trabajo.
Las calles que él recorría por las mañanas tenían el mismo
aspecto todos los días. Los cierres de las tiendas estaban echados. Los
dependientes estaban en la puerta, esperando al dueño. Franz Polzer se cruzaba
con las mismas personas todos los días: colegiales, dependientas ajadas,
hombres de cara hosca que iban rápidamente a la oficina. Él se mezclaba con
ellos, los transeúntes de aquella hora del día, presuroso, indiferente e inadvertido,
uno más.”
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sábado, 1 de abril de 2017
El bar de las grandes esperanzas – J.R. Moehringer
“La de Gilgo no era la playa más bonita de Long Island, ni
la más retirada, pero supuse que aquellos hombres no se planteaban siquiera ir
a alguna otra –ni siquiera a una cercana en la que las mujeres hacían top-less- , porque Gilgo era la única
playa de Long Island con licencia para vender bebidas alcohólicas. Licores
fuertes ahí mismo a pie de arena. El bar
Gilgo no era más que un chamizo infecto de suelo grasiento, con una hilera
interminable de botellas polvorientas, pero los hombres franquearon la puerta
como quien entra en el Waldorf. Sentían un respeto profundo, sólido, por los
bares, por todos los bares, y por el
decoro de los bares. Lo primero que hicieron fue invitar a una ronda a la casa:
tres pescadores viejos y una mujer de piel curtida y labio leporino. A
continuación pidieron una ronda para ellos. Con los primeros sorbos de cerveza
fría y bloody mary, los hombres empezaron a comportarse de otra manera. Sus
extremidades parecían más sueltas, y su risa más alegre. El chiringuito se
tambaleaba con sus risotadas, y yo veía que sus resacas se alzaban de sus
cuerpos como la niebla de la mañana se levanta del mar. Yo también me reía,
aunque no entendiera el chiste. No importaba. Ellos tampoco lo entendían. El
chiste era la vida.”
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