“Déjeme
que le cuente una historia, le digo. Una vez estuve internado en un hospital en
Varsovia. Inmóvil, sin poder valerme de mi cuerpo, acompañado por otra
melancólica serie de inválidos. Tedio, monotonía, introspección. Una larga sala
blanca, una hilera de camas, era como estar en la cárcel. Había una sola
ventana, al fondo. Uno de los enfermos, un tipo huesudo, afiebrado, consumido
por el cáncer, un hijo de franceses llamado Guy, había tenido la suerte de caer
cerca de ese agujero. Desde allí, incorporándose apenas, podía mirar hacia
afuera, ver la calle. ¡Qué espectáculo! Una plaza, agua, palomas, gente que
pasa. Otro mundo. Se aferraba con desesperación a ese lugar y nos contaba lo
que veía. Era un privilegio. Lo detestábamos. Esperábamos, voy a ser franco,
que se muriera para poder sustituirlo. Hacíamos cálculos. Por fin, murió.
Después de complicadas maniobras y sobornos conseguí que me trasladaran a esa
cama al final de la sala y pude ocupar su sitio. Bien, le digo a Renzi. Bien.
Desde la ventana sólo se alcanzaba a ver un muro gris y un fragmento de cielo
sucio. Yo también, por supuesto, empecé a contarles a los demás sobre la plaza
y sobre las palomas y sobre el movimiento de la calle. ¿Por qué se ríe? Tiene
gracia, me dice Renzi. Parece una versión polaca de la caverna de Platón. Cómo
no, le digo, sirve para probar que en cualquier lado se pueden encontrar
aventuras. ¿No le parece una hermosa lección práctica? Una fábula con moraleja,
me dice él. Exacto, le digo.”
Respiración
artificial
Ricardo
Piglia