"Acabo con mis propios sueños para obedecer y fabricar ideas
pequeñitas en oficinas grandes e insonorizadas con moquetas beige.
Interrumpo sueños tornasolados para no perder el empleo,
aunque mi empleo sea la cuarta parte de un asiento abatible en el mundo y en la
empresa que me emplea para arruinarme la vida.
Me moriré ya lo sé. Pero ni me acuerdo; pese a todo, sigo
poniendo el despertador una mañana más.
Me obedezco a mí misma.
No lucho. No tengo tiempo. Pongo el despertador.
Por lo visto, a los sesenta años ya no pondré el
despertador.
Me quedan alrededor de treinta años. Y los fines de semana.
Me entra vértigo.
Miro la nómina y convierto esa cantidad en cosas que me voy
a comprar.
Soy culpable por poner un despertador que suena para poder
acudir aún más deprisa a ese sitio al que nunca he querido ir.”
Una fiebre ingobernable
Lola Lafon