“Al principio de nuestra amistad, Trause me contó una
historia sobre un escritor francés que había conocido en París en los primeros
años cincuenta. No recuerdo su nombre, pero John me dijo que había publicado
dos novelas y una colección de relatos y se le consideraba uno de los mejores
representantes de la nueva generación. También escribía algo de poesía, y poco
antes de que John volviera a Estados Unidos, en 1958 (tras vivir seis años en
París), aquel escritor conocido suyo publicó un poema narrativo que giraba en
torno a un niño ahogado. Dos meses después de publicado el libro, el escritor y
su familia fueron de vacaciones a la costa de Normandía, y en el último día de
viaje su hija de cinco años se metió en las picadas aguas del Canal de la
Mancha y se ahogó. El escritor era un hombre sensato, afirmo John, una persona
conocida por su lucidez y agudeza mental, pero echó al poema la culpa de la
muerte de su hija. Sumido en su gran dolor, se convenció a sí mismo de que las
palabras que había escrito sobre un ahogamiento imaginario habían causado una
muerte verdadera, de que su ficción trágica había provocado una tragedia real.
En consecuencia, aquel escritor de enormes dotes, aquel hombre que había nacido
para escribir libros, juró no volver a escribir jamás. Había descubierto que
las palabras mataban. Las palabras tenían la virtud de alterar la realidad y,
por tanto, eran demasiado peligrosas para que pudieran confiarse a un hombre
que las amaba por encima de todas las cosas. Cuando John me contó esa historia,
la hija llevaba muerta veintiún años, pero el escritor seguía sin quebrantar su
promesa. En los círculos literarios franceses, aquel silencio lo había
convertido en una figura legendaria. Se le tenía en la más alta consideración
por la dignidad de su sufrimiento, era compadecido por todos los que lo
conocían, mirado con el mayor de los respetos.”
La noche del oráculo
Paul Auster
Ilustración: Rodger Roundy